lunes, 4 de julio de 2011

de lo que se dice

Acerca de las Memorias de una puta adolescente
La lectura de las Memorias me convocó dos referencias externas. Una está explícita en el texto, Liliana Felipe, la cual no es una referencia tan determinante a nivel de la construcción del relato como lo es Gaby Bex (quien instaura la línea estética en la que las Memorias buscan incluirse), pero sí influye en la construcción de la subjetividad de la narradora. La otra no solo no está presente, sino que es una operación de lectura  que me otorgo bajo permiso crítico; me refiero a los Versos de una… de Clara Beter (César Tiempo). A Gaby Bex la omito a propósito.
Estas referencias (o la primera una referencia y la otra, una analogía) importan dos coordenadas históricas, que -con la de la puta adolescente- llegan a ser tres. Liliana Felipe actualiza la última dictadura, el exilio y la militancia. Resalto actualiza porque Felipe no claudicó. Precisamente porque reconoce ese miedo a “volverse derechista” (como sí les ha pasado a muchos de sus contemporáneos), no es postmoderna. A diferencia del fin de las ideologías que postula el postmodernismo,  sigue entendiendo el mapa político en términos de derecha e izquierda, ya que sabe que el ocultamiento de estos opuestos no puede venir sino de los mismos sectores del poder que necesitan ocultar su carácter opresor; como respuesta, Liliana Felipe insiste en el vigor de los aparatos represivos de Estado –en términos de Althusser-, en que “los milicos son unos hijos de puta y muchos curas también”, y su “Memoria” nos da cuenta de esa actualización:
Memoria, Medicina, Que nunca se te olvide,
que tú eres el remedio de la historia,
Alka Seltzer del pasado, aspirina del ayer
cuando el tiempo no se cuenta ya por años
y tú llenes de penumbra la insolente claridad.

Ahora bien, esta memoria se entiende como una mirada al pasado aún no cerrado porque sus efectos siguen en el presente, la estructura de dominación es la misma, pero además es un pasado vivido; se trata –en definitiva- de no negar (no claudicar) el pasado individual, metonimia del colectivo. Surge entonces la pregunta: ¿qué memoria puede tener esta puta adolescente? o ¿qué vivencias pueden ser analizadas desde el punto de vista del géneros de las Memorias? En un primer acercamiento, la combinación de memorias y adolescente –cuyas experiencias vitales aún son próximas- resulta contradictoria.  
Paso entonces al otro término que ilumina el título, el de puta. Un antecedente remoto en el tiempo son los Versos de una… de Clara Beter, una supuesta prostituta ucraniana que vivía en Rosario en los años 20 y cuyos versos maravillaron a escritores como Roberto Arlt, pero quien en realidad era una elaborada broma de César Tiempo, poeta él, letrista de tango y uno de los miembros más interesantes del grupo de Boedo. Si bien la Beter logró hacerse de un nombre en los círculos de los entonces escritores proletarios, con la Revolución de Octubre aún fresca, el travestismo de César Tiempo no pasó de un gesto provocador que terminaba en una puta sin voz propia, una mártir de la clase obrera. La Beter no hablaba por sí misma, sino como portavoz de una causa de la que se (auto)excluía, en realidad de la que la excluía la mirada falocéntrica que le dio vida. El destino de la puta es el de acompañar al obrero, no el de ella misma como víctima de la mercantilización de la sociedad capitalista y luchadora en pos de su liberación. Se trata –sin embargo- de unas de los primeros intentos de memorias de una puta en la literatura argentina, aunque oculta bajo los puntos suspensivos y mediatizada por el punto de vista masculino.
Los noventas nos legaron la literatura cartonera, que se expandió por varios países de América Latina y creó una red interesante de publicaciones, aunque de variado nivel. El cambio de la nomenclatura, de proletario a cartonero, es consecuencia de la marginalización de la década menemista. Es decir, los cada vez más agudos picos de desempleo ya no permitieron siquiera la denominación clasista, sino que condujeron a la creación de una gran masa de desclasados que tuvieron que improvisar nuevos rótulos, como el de desocupado o piquetero. De ahí sus efectos en el plano artístico; además de la Eloísa Cartonera de Cucurto, proliferaron ejemplos de rock y cumbia piqueteros, como Las Manos de Filippi o Santa Revuelta; todos desde diferentes sectores políticos.
Aunque fechadas con precisión el 17 de mayo de 2011, en este proceso histórico –el de la década neoliberal, que aún no termina- entran las Memorias de Cecilia. La narradora es consciente de ello: “Nunca me gustaron Sandra y Celeste. /La generación del 90 escucha Gaby Bex y Miranda”. Se podrían sumar Damas Gratis y Pablo Lescano, quizás las Manos (no Santa Revuelta que es cumbia de clase media, es decir, no existen para nadie). Pero lo destacable es que la sentencia de Cecilia es efectiva para marcar el cambio de época e inscribirse en él de lleno. “El levante que garpa” es –aunque no lo parezca- el ars poetica del volumen, ya que –aunque en una reflexión poco solemne y hasta casi bastarda- reflexiona sobre la propia escritura. Varios de sus dispositivos nos permiten leer la coyuntura histórica detrás: se trata de poesía “Postmo. Melodramática. Sentida.”, aparecen “recitales y ciclos de poesía” y “’una cooperativa poética política’, TITA, donde/ editábamos en cartulina y papeles lindos nuestras palabrejas”. El itinerario es el del escritor autofinanciado, autogestionado, sin escuelas (o casi, porque hasta la literatura cartonera es una escuela, aunque lo niegue). Pero el ars poetica está bastardeado e ironizado no tanto por desnudar el deficiente mercado editorial –consecuencia de la “privatización” de las grandes editoriales nacionales-, sino porque lo que demuestra la reflexión metapoética es que “Las poesías, como dice mi amiga la Morosano, decididamente, garpan”. La finalidad, como en los personajes bailanteros de Washington Cucurto o el Juan Carlos Pelotudo de Capusotto: el levante.
Elijo, sin embargo, otro enfoque para la poética de Cecilia. Los núcleos narrativos que, aunque no llegan a explotar, dejan picando situaciones y climas de los que –esta lectora reconoce- uno quisiera leer más: la niña que “no podría sonreír para Odolito” y que se asustaba –drama real, por cierto- con la letra de “Duerme, duerme, negrito”. Mi favorito en el volumen es el relato –no lo cabría otra denominación- de “La nigelia”, que logra, en pocas líneas, que el personaje de Alejandra cobre vida. Además creo que “La nigelia” es el núcleo de la puta adolescente o, al menos, nos permite encontrar un motor para estas memorias, el del deseo. Por momentos, ese deseo se recubre de dolor, como en “Final” o “Yendo de la cama al eempa”, de incertidumbre (“Verónica G. Las distancias”) y hasta de histeria. Porque se trata precisamente de un deseo adolescente, en flor; no hay trauma en esta memoria, al menos no hace sentir su peso, que implica siempre retroceso, encierro, obsesión con el pasado. Por el contrario, la dirección indica una traza que aún está en movimiento; por eso no hay cierre, no solo desde el punto de vista formal, sino que la misma subjetividad aquí representada no se termina de conformar. Las memorias –aún irresueltas- terminan con el peso de la duda: “Mi psicóloga dice que en imaginario colectivo ‘torta’, o ‘lesbiana’ se relaciona con ‘desastre’. Lo peor es que a veces sospecho que está en lo cierto.”
Sin el aspecto inmovilizador de un trauma en el pasado, y con un horizonte abierto, la estructura del volumen parece apegarse más a una serie de aventuras en busca del deseo que a una aplicación estricta al género de las memorias. Si seguimos el catálogo tradicional, podría tratarse de una Bilgungsroman, la novela de aprendizaje, aunque la puta adolescente se desentiende del esquema burgués de la novela, para amar el suyo propio. De todos modos, no es importante aquí lo que le falta a estas memorias, sino lo que le sobra –al contrario de lo que puede inferirse del título- a Cecilia: tiempo.   

Carla Benisz

1 comentario: